Después de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó
Pentecostés. Por una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y
escuchado llenos de alegría, y también habían comido con Él. Por otro
lado, aún no habían superado las dudas y los temores: estaban con las
puertas cerradas (cf. Jn 20,19.26), con pocas perspectivas, incapaces de
anunciar al que está Vivo.
Luego, llega el Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora
los apóstoles ya no tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta;
antes estaban preocupados por salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo
de morir; antes permanecían encerrados en el Cenáculo, ahora salen a
anunciar a todas las gentes.
Hasta la Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf.
Hch 1,6), ahora están ansiosos por llegar hasta los confines
desconocidos. Antes no habían hablado casi nunca en público y, cuando lo
habían hecho, a menudo habían causado problemas, como Pedro negando a
Jesús; ahora hablan con parresia a todos.
La historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es
en definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes
que, poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final,
fueron transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu
Santo hizo esto.
El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona
más concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace?
Fijémonos en los apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no
realizó milagros espectaculares, no eliminó problemas y adversarios. El
Espíritu trajo a la vida de los discípulos una armonía que les faltaba,
porque Él es armonía.
Armonía dentro del hombre. Los discípulos necesitaban ser cambiados por
dentro, en sus corazones. Su historia nos dice que incluso ver al
Resucitado no es suficiente si uno no lo recibe en su corazón. No sirve
de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como
resucitados.
Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el
que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los
discípulos, repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu.
La paz no consiste en solucionar los problemas externos —Dios no quita a
los suyos las tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el
Espíritu Santo.
Esa paz dada a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas,
sino en los problemas, es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz
que asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun
cuando la superficie esté agitada por las olas.
Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las
persecuciones en bienaventuranzas. En cambio, cuántas veces nos quedamos
en la superficie. En lugar de buscar el Espíritu tratamos de mantenernos
a flote, pensando que todo irá mejor si se acaba ese problema, si ya no
veo a esa persona, si se mejora esa situación.
Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un
problema, vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener
tranquilidad no está en alejarnos de los que piensan distinto a
nosotros, no es resolviendo el problema del momento como tendremos paz.
El punto de inflexión es la paz de Jesús, es la armonía del Espíritu.
Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía
está marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de
estallar, movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar
mal a todo. Y se busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra
para seguir adelante, una emoción detrás de otra para sentirse vivos.
Pero lo que necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone
orden en el frenesí.
Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en
la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él
quien, en medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla
de la esperanza.
Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer
en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él
es el Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu,
la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une.
Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el
Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra
muerta, con el Espíritu es Palabra de vida. Un cristianismo sin el
Espíritu es un moralismo sin alegría; con el Espíritu es vida.
El Espíritu Santo no solo trae armonía dentro, sino también fuera, entre
los hombres. Nos hace Iglesia, compone las diferentes partes en un solo
edificio armónico. San Pablo lo explica bien cuando, hablando de la
Iglesia, repite a menudo una palabra, “diversidad”: «diversidad de
carismas, diversidad de actuaciones, diversidad de ministerios» (1 Co
12,4-6). Somos diferentes en la variedad de cualidades y dones. El
Espíritu los distribuye con imaginación, sin nivelar, sin homologar. Y a
partir de esta diversidad construye la unidad. Lo hace desde la
creación, porque es un especialista en transformar el caos en cosmos, en
poner armonía.
Hoy en el mundo, las desarmonías se han convertido en verdaderas
divisiones: están los que tienen demasiado y los que no tienen nada, los
que buscan vivir cien años y los que no pueden nacer. En la era de la
tecnología estamos distanciados: más “social” pero menos sociales.
Necesitamos el Espíritu de unidad, que nos regenere como Iglesia, como
Pueblo de Dios y como humanidad fraterna. Siempre existe la tentación de
construir “nidos”: de reunirse en torno al propio grupo, a las propias
preferencias, el igual con el igual, alérgicos a cualquier
contaminación.
Del nido a la secta, el paso es corto: ¡cuántas veces se define la
propia identidad contra alguien o contra algo! El Espíritu Santo, en
cambio, reúne a los distantes, une a los alejados, trae de vuelta a los
dispersos. Mezcla diferentes tonos en una sola armonía, porque ve sobre
todo lo bueno, mira al hombre antes que sus errores, a las personas
antes que sus acciones.
El Espíritu plasma a la Iglesia y al mundo como lugares de hijos y
hermanos. Hijos y hermanos: sustantivos que vienen antes de cualquier
otro adjetivo. Está de moda adjetivar, lamentablemente también insultar.
Podemos decir que vivimos en una cultura del adjetivo, que olvida el
sustantivo de las cosas. También en una cultura del insulto como primera
respuesta ante una opinión que no comparto. Después nos damos cuenta de
que hace daño, tanto al que es insultado como también al que insulta.
Devolviendo mal por mal, pasando de víctimas a verdugos, no se vive
bien. En cambio, el que vive según el Espíritu lleva paz donde hay
discordia, concordia donde hay conflicto. Los hombres espirituales
devuelven bien por mal, responden a la arrogancia con mansedumbre, a la
malicia con bondad, al ruido con el silencio, a las murmuraciones con la
oración, al derrotismo con la sonrisa.
Para ser espirituales, para gustar la armonía del Espíritu, debemos
poner su mirada por encima de la nuestra. Entonces todo cambia: con el
Espíritu, la Iglesia es el Pueblo santo de Dios; la misión, el contagio
de la alegría; los otros hermanos y hermanas, amados por el mismo Padre.
Pero sin el Espíritu, la Iglesia es una organización; la misión,
propaganda; la comunión, un esfuerzo.
El Espíritu es la primera y última necesidad de la Iglesia (cf. S. PABLO
VI, Audiencia general, 29 noviembre 1972). Él «viene donde es amado,
donde es invitado, donde se lo espera» (S. BUENAVENTURA, Sermón del IV
domingo después de Pascua). Recémosle todos los días. Espíritu Santo,
armonía de Dios, tú que transformas el miedo en confianza y la clausura
en don, ven a nosotros.
Danos la alegría de la resurrección, la juventud perenne del corazón.
Espíritu Santo, armonía nuestra, tú que nos haces un solo cuerpo,
infunde tu paz en la Iglesia y en el mundo. Haznos artesanos de
concordia, sembradores de bien, apóstoles de esperanza.